viernes, 22 de octubre de 2010

Náufragos del mundo

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Sigo recorriendo canciones argentinas con el libro de Sergio Pujol. El autor establecía en la anterior entrada un vínculo entre “Avellaneda blues” y “Niebla del Riachuelo”, vínculo que, más allá del giro poético, es claro en el escenario que comparten ambas canciones. Algo de esa sintonía había marcado en algunas entradas previas ya que algunas imágenes de una de las canciones siempre me han remitido, casi automáticamente, a la otra. Aún siendo tan diferentes!

Recomiendo un entrada dedicada a “Niebla del Riachuelo” de febrero de 2008. A disfrutar, con la canción y su historia. Al final pongo una de las versiones que más me gusta, la de Horacio Molina.

Cali

 

«Niebla del riachuelo» (Cobián- Cadícamo)

Desde los cafetines de la Boca en los que despuntaban el vicio los héroes de la Guardia Vieja hasta el debut del cine sonoro argentino —uno de cuyos primeros filmes se llamó, no fortuitamente, Riachuelo—, ese sitio de barcos, marineros y estibadores tiene aura. Por supuesto, este aura se sostiene en una serie de poemas, pinturas y canciones que han encumbrado al Riachuelo enfáticamente. Por ende, uno tiene derecho a preguntarse qué vino primero, si el encanto marinero o la cultura que lo celebro.

En esa línea de afirmación mítica se inscribe «Niebla de riachuelo», tango de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo compuesto para el filme noir argentino La fuga, de Luis Saslavsky. Estamos en 1937. El director cree que es un buen número para que lo cante Tita Merello, la protagonista. Y Tita lo canta, para felicidad de sus autores y satisfacción del director. Para aventar dudas sobre su doble talento para la actuación y el canto, la Merello describe, con su temblor tan expresivo, una situación absolutamente visual:

Turbio fondeadero donde van a recalar,

barcos que en el muelle para siempre han de quedar…

Sombras que se alargan en la noche del dolor... image

Náufragos del mundo que han perdido el corazón...

Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar...

Barcos carboneros que jamás han de zarpar...

Torvo cementerio de las naves que ni morir

sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir...

Estos versos largos, de 13 sílabas, que bien podrían considerarse como alejandrinos, son quizá más prosa que poesía. Y en esa «prosa», hay más descripción que narración. Nada «sucede» aquí; ni siquiera el movimiento de los barcos, que están quietos, acaso condenados a no zarpar jamás. Así es el paisaje del Riachuelo. En 1937 el nivel de contaminación de esas aguas no era tan alto como el que se detectó unas décadas más tarde, pero es interesante constatar esas moles anquilosadas en la entrada fluvial de la ciudad. En 1937, y en el 2010 también. Otros barcos detenidos, pero un paisaje similar, de igual tonalidad, de igual proceso de oxidación. «Turbio fondeadero», escribió Cadícamo. Es una imagen bien locuaz. Más aún cuando el poeta la engarza a la del amor que fue y ya no está. Turbio fondeadero del recuerdo, entonces.

¡Niebla del Riachuelo!...

Amarrado al recuerdo

Yo sigo esperando...

Niebla del Riachuelo

de ese amor, para siempre

me vas alejando...

Nunca más volvió...

Nunca más la vi...

Nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí...

esa misma voz que dijo «Adiós».

¿Qué tiene de particular un muelle tapado por la niebla? Nada, a menos que contextualicemos la imagen. Apelo ahora a datos de la historia del cine. Un tiempo antes de este tango, Josef von Sternberg filmó Los muelles de Nueva York (The docks of New York). Y en 1938 la dupla Carné-Prevert realizó en Francia El muelle de las brumas (Quais des brumes). Por cierto, hay referencias más próximas, como los cuadros de Quinquela Martín. Pero prefiero la comparación cinematográfica, aunque a primera vista pueda perecer un poco caprichosa. Tenga presente el lector no sólo la circunstancia en la que se compuso la canción, sino también las ya referidas inquietudes de «séptimo arte» de Cadícamo, seguramente extensivas a toda una generación de músicos y letristas.

«Sueña marinero con tu viejo bergantín», escribió al comienzo de la tercera parte. ¿No estamos contemplando una escena de película? ¿No esta toda la canción —el propio Cadícamo uso, en otro tramo de su letra, el término canción en lugar de tango— fuertemente impregnada del universo visual del cine?

De la música de Juan Carlos Cobián, una vez más debo hablar maravillas (y eso que aún no llegamos a «Los mareados»). Se trata de una melodía profunda, cómoda para registros graves —Edmundo Rivero se sentía a gusto en ese comienzo con un La bajo, repetido cuatro veces, para luego seguir en ese ámbito—, si bien la segunda parte requiere algún esfuerzo agudo. Menos angular que el de «Nostalgias», aquí el tema principal avanza por repeticiones, sin ligados, marcando el ritmo desde la melodía misma.

La armonía es refinada, como es de esperar en «el Chopin del piano», según la radiante definición de su amigo y socio Enrique Cadícamo. Los que conocen bien el tema se deleitan especialmente con la segunda parte, en otra ona1idad, que responde a la forma de 14 compases, contra los 16 de la primera. Hay un giro inesperado en el compás noveno («Nunca más volvió. . . »), que sin llegar a ser una modulación definitiva orienta el tema hacia un final distinto. No quiero dejarme llevar por mi amor al jazz, pero me parece escuchar ahí cierta impronta de George Gershwin, o al menos de esa carnada de compositores de Broadway. Podría ser, las fechas dan perfectamente. No hay que perder de vista esos años estadounidenses de Cobián. Pero también podría haber una ascendencia clásica, quien sabe. En definitiva, Cobián perteneció a la línea del tango romanza. En su minucioso análisis del lenguaje de Cobián, Pablo Kohan no desconoce la influencia del jazz, pero sugiere otra fuente de audacia armónica, seguramente aprendida por el compositor en la sucursal Bahía Blanca del Conservatorio Nacional: Franz Liszt.

¿Versiones? Hay muchas. Ya mencioné las de Tita Merello —volvió a grabar el tema en 1969, con la orquesta de Carlos Figari— y Edmundo Rivero. De las más próximas en el tiempo, rescato dos muy disfrutables: la del Tata Cedrón con su cuarteto, la de Horacio Molina con la sola compañía de la guitarra de Jorge Giuliano.

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