lunes, 22 de marzo de 2010

Cine-Teatro “La Mar Chiquita”

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Rescato este relato maravilloso de Osvaldo Bazán: No creo que sea sólo admirable para quienes hemos vivido en uno de esos pueblitos de Santa Fe. Pasé mi infancia y comienzos de la adolescencia en un pueblo de apenas 1000 habitantes. Imagínense, que si para Osvaldo Bazán, Totoras resultaba ser New York, debo decir que para el alcance de mi imaginación Wheelwright tenía las luces de Las Vegas y Alcorta, era Detroit (de allí venía el transporte automotor). Rosario no entraba en la escala.

Mis recuerdos al cine-teatro “La Mar Chiquita”. El cine, y sala de usos múltiples, de Juncal. Hoy sólo existe en el recuerdo y en tantas fotos de graduaciones y fiestas.

Cali

 

El secreto de mis ojos

por Osvaldo Bazán, diario Crítica, 19.03.2010

No vi películas para chicos cuando era chico. No es que no haya querido. Me pasé la infancia armando mis propios álbumes de figuritas, cortando las propagandas de las películas en blanco y negro del diario La Capital para pegarlas en una carpeta de hojas blancas a la que nadie más que yo tenía acceso. Horas y horas miraba esos dibujos a lápiz de la cara de Charles Bronson o Mia Farrow. Sabía el nombre de los directores, las que eran prohibidas, las nacionales. Sabía todo lo que pasaba en el mundo Disney pero no puedo decir que mis traumas tengan que ver con la madre de Bambi: en el pueblo no había cine y a Mickey Mouse sólo lo veía en blanco y negro por televisión.

Hasta que se corrió la noticia de que en el pueblo vecino al mío, Totoras, a once kilómetros de Salto Grande por la ruta 34 en Santa Fe, la Sociedad Española se había reabierto como cine. Totoras era para nosotros, secretamente, Nueva York. Claro que nunca lo íbamos a decir, aparentábamos estar de igual a igual, pero “ellos” tenían 6.000 habitantes y “nosotros” 1.500 (ahora ambas cifras crecieron, y si bien “ellos” son ciudad y “nosotros” somos pueblo, nuestros carnavales son mejores). Que te dejaran ir solo a Totoras en el Güemes (la línea de colectivos que sigue haciendo el recorrido) era casi como que te salieran bigotes. No sin mucho pataleo fue que conseguimos, varios chicos del pueblo, que nuestros padres nos dejasen ir, domingos a la tarde, a ver dos películas. Volvíamos en el último colectivo de la noche, el de las diez. Claro que para eso nos perdíamos el final de la última de las películas. Más o menos cuando la película estaba por definirse mi hermano urgía la retirada. Siempre fue más responsable que yo, que me quedaba mirando la pantalla y si él no me tironeaba no me despegaba. Corríamos de la Sociedad Española hasta la Terminal de Ómnibus y, ya con el Güemes en marcha, nos subíamos. Tenía su parte buena: las películas terminaban como yo quería. Y yo siempre quería que terminaran bien. Durante la semana imaginaba nuevos finales, a cual más feliz.

Pero las películas de la Sociedad Española no eran películas para chicos. O sí, pero no solamente. Nosotros íbamos todos los domingos. Indiscriminadamente. El señor del cine de la Sociedad Española era el responsable de nuestra educación cinematográfica, quedaba todo en sus manos. Y no había prohibición posible. Por supuesto que vi todo el cine que había, incluso, claro, el prohibido para menores. Y como eran los primeros años 70, el cine de Totoras, como todos los del interior del país, se llenaba de películas argentinas. Recuerdo el impacto emocional que produjo en un nene de doce años una película de Fernando Ayala con guión de María Luisa Bemberg, Triángulo de cuatro, con Thelma Biral, Graciela Borges, Federico Luppi y Juan José Camero. Recuerdo unos obreros sufridos sobre una chata en Quebracho, que me había gustado más que las otras porque actuaba un chico al que yo veía en Jacinta Pichimahuida, el alumno más prolijo, el bueno.

Por suerte, a La Patagonia rebelde la dieron primera en el programa doble y así pude ver el final, cuando a Héctor Alterio le cantan el feliz cumpleaños en inglés. Desde aquel momento, en la penumbra del Salón de la Sociedad Española de Totoras, tuve una imagen clara para la palabra “traición”. Me la regaló el cine.

A pesar de que las películas eran prohibidas, en mi casa no había problemas en que las viera. En todo caso, estaban más preocupados por el viaje en el Güemes que por el contenido de las películas. Papá y mamá sabían que al día siguiente, y por toda la semana, me deberían soportar contando cada uno de los detalles de las películas, así que podían dar ellos el punto de vista que deseaban sobre lo que con Carlitos habíamos visto.
Pero una vez no nos dejaron ir.

Ni a mí ni a mi hermano, que tenía dos años más.

No era para menos.

En la Sociedad Española de Totoras se anunciaba, sola, La Mary. Que por primera vez el programa doble fuera simple y que a los chicos de Salto Grande no nos dejasen tomar el colectivo para ir al cine, hablaba de la excepcionalidad del caso y no hacía más que incentivar nuestra imaginación. Era la primera vez que no tenía que inventar sólo el final de la película. Tenía libertad para imaginar todo el film entero. Susana Giménez y Carlos Monzón.

–Parece que se mueren todos en un tranvía.

–Parece que Monzón habla con la voz de otro.

-Parece que Susana Giménez aparece desnuda en toda la película.

–Parece que se acuestan juntos desnudos y las sábanas son transparentes.

–¿Cómo transparentes?

–Transparentes, son como un celofán.

–Pero entonces transpiran mucho.

–Cuando dos se acuestan juntos en una cama, siempre transpiran mucho.

–¿Cómo sabés?

–¡Eh! ¡Tenés pelitos en las manos!

Ni Sandokán en la isla de Mompracem ni Phileas Fog y Passpartout en su vuelta al mundo en 80 días había trabajado tanto por nuestra imaginación como las sábanas transparentes de La Mary.

Por suerte, cuando dieron Juan Moreira fue la segunda del programa doble. Conocíamos el final de la historia de memoria, porque aún a principios de los 70 en pueblos como el mío de la pampa gringa andaban los circos que terminaban su show con sainetes gauchescos. Ya habíamos visto en persona al Sargento Chirino trabuquear a Moreira. Es más, con los chicos ya lo habíamos escupido lo suficiente. Por lo que me enteré más tarde, el papel de Sargento Chirino en los sainetes de los pueblos era casi como un castigo para quien tuviera que interpretarlo. No había función en que los chicos no escupieran al pobre actor y en más de un pueblo cuentan la anécdota como verdadera de que el tipo, el Chirino del momento, tenía que salir corriendo y esconderse en la comisaría, corrido por la ira de unos cuantos pueblerinos a los que se les hacía difícil diferenciar realidad de ficción. Estoy hablando de hace menos de cuarenta años, a poco más de 300 kilómetros de la Capital Federal.

Después vino la dictadura y ya no hubo películas argentinas que nos dejaran inventar finales felices.

En mi pueblo, y supongo que viendo la cantidad de gente que todos los fines de semana tomaba el Güemes para ir a Totoras a ver películas, la Sociedad Italiana reacomodó su enorme pantalla, reacondicionaron las butacas y ¡abrieron un cine! No recuerdo muchos días de alegría tan completa como el día en que entré al cine de mi pueblo, a sólo dos cuadras de casa. Me sentía en Hollywood: salía de casa y ¡a dos cuadras tenía el cine! Es cierto, había algunos inconvenientes menores, pero… ¿qué importaban?

El Turco Aruachán abrió el cine en Salto Grande y se llenaba. Claro que, para abaratar costos, compartía las películas con un cine de otro pueblo, Serodino, a unos cuantos kilómetros del mío, por caminos de tierra. (Hoy me gusta imaginar que habré visto alguna película en la misma copia que Juan José Saer, que era de Serodino). El Salón de la Sociedad Italiana tenía –tiene– techos altísimos y un escenario imponente, que conocíamos de los actos escolares. Ahí fueron y serán las fiestas de casamiento y las de quince y las de conscripción (sí, todos los años, en la época de la colimba, todos los jóvenes sorteados para hacerla se presentaban de traje serio en el escenario y se hacía un baile. Tuve el mío, aunque me había salvado por número bajo. Hace sólo treinta años, a poco más de 300 kilómetros del Obelisco).

Un día, ya a comienzos de los 80, con doble programa de Los Incorregibles –esa de los franceses vagos que recuerdo con alegría supongo que porque no volví a ver jamás– faltando una media hora para terminar la última de la saga, se encendieron las luces del cine. Desde lo alto del balcón interior de la sala el Turco Aruachán salió y gritó para todos: “¡Muchachos, terminó! La moto de Serodino no va a llegar”.

Y pude volver a imaginar el final de la película.

Ya no hay cines en pueblitos como el mío.

Allá se siguen imaginando el final de las películas.

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