lunes, 11 de enero de 2010

Quizás

imageBuena nota de Osvaldo Bazán. Es un buena réplica a la nota de Caparrós. Se anima a un punto donde yo me detuve. Es en el mejor sentido de la palabra, provocadora: obliga a pensar las cosas nuevamente, a revisarlas. Supongo que con esta entrada cierro esta saga.

Cali

 

La pelvis de Gardel

En estos días se escucharon muchas reivindicaciones rockeras de la figura de Sandro. Hubo necesidad de revestir al ícono suburbano con el prestigio que –parece– tiene el rock y casi ninguna otra música popular. A Sandro no lo agrandó la muerte. Sandro es grande desde hace casi medio siglo. Osvaldo Bazán.

Por Osvaldo Bazán, diario Crítica, 8 de enero de 2010

¿Y si un solo movimiento de pelvis de Sandro hubiese resultado más útil a la revolución que todas las bombas que pusieron las organizaciones armadas de los 70? No, en serio…, ¿qué pasaría si las incitaciones carnales de ese jetón hermoso que se mordía los labios desparramando lascivia se descubren finalmente mucho más liberadoras, más igualitarias, más dañinas para la reacción descontrolada que gozó del poder todo a lo largo del siglo XX, que los copamientos, las cárceles del pueblo, las consignas esclarecedoras? ¿Qué ocurriría si se descubriese que el hombre nuevo no estuvo cerca de nacer en la toma de Monte Chingolo sino en ese coxis dislocado, en esa provocación hormonal a mansalva? La sociedad en la que explotó Sandro era una sociedad injusta y reprimida. Nunca dijo una palabra que pudiera ser confundida con una toma de conciencia frente a las injusticias sociales que lo rodearon. Sin embargo, le bastaron cuatro penetrantes miradas para romper barreras morales que nunca supieron diferenciar derecha de izquierda. Ninguneado por los que estaban haciendo la revolución, supongo que porque nunca arengó para desalambrar nada ni se preguntó por las culpas del tomate, visto como objeto de consumo alienante por la vanguardia esclarecida, Sandro se calzó pantalones de cuero, abrió su camisa e hizo sus shows catatónicos en los escenarios de los clubes de barrio de todo el país. Sembró en los lugares más impensados la semilla de la concupiscencia, combatida con ahínco por las mismas armas que enfrentaban la guerrilla urbana. Sin embargo, haber tenido los mismos enemigos nunca los unió. También la guerrilla combatió la concupiscencia. La libertad sexual siempre fue sospechosa para el poder y para quienes quisieron tomar el poder. Los hombres son verdaderamente libres sólo cuando son también sexualmente libres.

Sandro lo sabía.

Las organizaciones guerrilleras, no.

Quizás por eso él consiguió lo que las organizaciones, nunca: el cariño del pueblo.

 “Penas”, Aterciopelados (1999)

Miren atentamente el DVD de las actuaciones de Sandro en la televisión mexicana. Pantalones y chaleco ajustadísimos, blancos, con algunos detalles plateados. Camisa rosa. ¡Rosa! Transpiración. Mucha transpiración. El pibe, el conurbano bonaerense en su maravillosa expresión, la desfachatez y el sentimiento, la alegría y los ojos oscuros. Salta el micrófono de una mano a otra. Y otra vez. Mira fijo a cámara. Todo va a estallar. Y entonces el éxtasis, el pubis impúdico del morocho de los barrios del sur, el sexo marcado direccionando las miradas hacia la entrepierna ajustada, el sexo no disimulado, exacerbado, desafiante. Exagerado. Absolutamente exagerado. Los camarógrafos mexicanos no saben qué hacer. No pueden lograr un zoom tan rápido que elimine de las pantallas ese festival espástico que nunca antes había aparecido en las casas de la clase media mexicana. Ni en los televisores de ningún otro país latinoamericano. Son cinco segundos, y él los aprovecha. Miren las caras del público, de todas esas mujeres ardidas, de esos hombres asombrados. Y del chico que nunca confesará. Miren esa señora que por primera vez desconfía de lo aprendido, pide los binoculares, se entusiasma. En esa sonrisa caben las ansias de las venas abiertas de Latinoamérica. Miren la sed, las ganas, la determinación de la vida, lo que no había. Sandro encendió el deseo sexual, el deseo de la vida en un continente que sólo rendía pleitesía a la muerte. Sandro fue vital ahí donde se desataba la masacre. Ahora que ya pasaron el deseo y la masacre, ¿dónde estuvo la verdad?

En estos días se escucharon muchas reivindicaciones rockeras de la figura de Sandro. Hubo necesidad de revestir al ícono suburbano con el prestigio que –parece– tiene el rock y casi ninguna otra música popular. Según la historia contada por cierto periodismo progresista, Sandro habría sido uno de los padres fundadores del rock nacional, pero –muchacho pícaro– se decidió por una música comercial, sin valor artístico, una música que sólo puede ser tomada en broma.

Y sin embargo.

Del 63 al 66, antes aun de que alguien tomara una balsa para irse a naufragar, editó cinco discos. En realidad, el primero, Presentando a Sandro con Milo y su conjunto, es una compilación de sus simples; la traducción más básica y simultánea posible pre-televisión satelital de lo que pasaba en el centro de poder mundial. Así, la versión argenta de “Love me do”, que los Beatles editaron en octubre del 62, él la publicó en mayo del 64. Y tiene un primer escarceo simpático con la comedia musical, con el archifamoso “América” de “Amor sin barreras” y éxitos italianos como “Las noches largas”. El segundo (en realidad, el primero) es Sandro y siguen las versiones Ben Molar de los Beatles, de Johnny Hallyday, de los éxitos de la época en Estados Unidos e Inglaterra. Es decir, fue una antena de lo que escuchaba el Primer Mundo, oía lo que oían los iniciados y lo compartía con aquellos que no tenían esa información. Lo hizo mal, bien, mejor, pero llevó esa modernidad de cabotaje a mucho más que los cien barrios porteños. Al calor de Sandro y los de Fuego y El sorprendente mundo de Sandro siguen esa lógica de la traducción mediocre pero pasional, esas ansias por interpósita persona, rock de acá como si fuera de allá, entrañable pero mal, los pininos obvios de cualquier artista cachorro. Una copia necesaria para que después aparecieran las balsas, las mariposas de madera, los osos. Y para que el público estuviese preparado para todo lo que se venía. Todo sirve. En el 66, con Alma y fuego entra en acción la grandilocuente orquesta de Oscar Cardozo Ocampo. Si la carrera de Sandro hubiera terminado ahí, quizás la colonialista denominación de “Elvis criollo” sería justa. Pero hubo más, mucho más. Quizás ellos tuvieron un “Sandro yanqui”.

Cuando en el invierno del 67 editó Beat latino, algo estaba ocurriendo: es el puente que Sandro no quiso cruzar, el que le hubiera dado el prestigio con el que hoy los rockeros insisten en barnizarlo, por eso aman ese disco y cuántos darían media vida por poder tener eso que a Sandro le chorreaba a borbotones: estilo. “Cuando hablo de ti” es aristocracia de barrio en grado excesivo y “Ave de paso” demuestra que el pibe –¡sólo tenía 22 años!– ya no era una copia, ni una promesa ni un ahí veremos.

“Tengo”, Divididos (1999)

Tomó un camino poco prestigioso, el de la balada sangrante, desaforada, cursi. Lo que algunos rockeros parecen no querer admitir es que lo hizo porque quiso. Porque en un país en el que aún hoy se dice por televisión que el hombre que baila levantando los brazos es poco hombre, pocos hicieron por la liberalización de las costumbres tanto como Sandro en su exaltada virilidad. Mientras la represión sangrienta y la militancia iluminada se tapaban con prejuicios medievales, Sandro saltaba en pelotas en un catamarán en el Delta. Ésa sí que era revolución.

Por eso a mí el fundamental me parece el disco posterior, (¡grabado sólo dos meses después de Beat latino!): Quiero llenarme de ti (vibración y ritmo), con una tapa que quizás no casualmente muestre a dos Sandros: el de jacket con moñito y el de pulóver a rayas. Es el disco en donde comienza la dupla con Anderle, que se consolidaría en el disco posterior, La magia de Sandro, no casualmente ambos con la dirección de Jorge López Ruiz, que supo mandar la voz al frente, porque esa personalidad no podía estar tapada por coros, violines y trompetas y supo entender al histriónico compositor de “Quién”, “Estoy desesperado” o “Atmósfera pesada” y el showman consumado de “Mon ami”, además, claro de esa súplica sexual explícita: “Quiero llenarme de ti”. Era el momento en que Gardel, finalmente, bajaba del bronce, movía la pelvis.

Lo que las fuerzas vivas de este país nunca soportaron.

Lo demás es historia, envidia, gloria y cigarrillos.

A Sandro no lo agrandó la muerte.

Sandro es grande hace casi medio siglo.

“Una muchacha y una guitarra” (versión en italiano”, Sandro (1968)

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