domingo, 1 de noviembre de 2009

Adiós a las armas

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Cuando el año pasado se cumplieron los 25 años del retorno a la democracia mi balance personal se focalizó casi en una única variable, la más importante para mí desde los años bajo el gobierno militar y se trata del sueño de terminar con los militares y los valores castrenses en la sociedad: el autoritarismo, la violencia y la falta de racionalidad. La democracia y sus progresos siempre tuvieron una contabilidad algo simplificada en mí, ¿cuánto nos alejábamos de una sociedad militarizada?.

Durante los `80, los juicios a las juntas y el escarnio público fueron la fuente de mayor avance en ese sentido, también la disolución de algunas “hipótesis de conflicto” estúpidas como los que sosteníamos con Chile, en primer lugar, y algo larvadamente (aunque muy costosa económicamente) con Brasil. Ese período de Alfonsín fue determinante para afianzar la democracia y enfrentar los planteos militares que pretendían mantenerse como actores políticos en la Argentina. Siempre le exigí más a Alfonsín, pero lo que sucedió en esos años no fue poco, por el contrario, fue determinante. El pensamiento militarista, en ese entonces, se ocultaba en acusaciones como la “desmavilnización” y la desprotección de las instituciones militares.

Desactivar hipótesis como Antártida fue sacarles de las manos una gran porción de poder, presupuestos y razón para parasitar. El proceso de los `90, que tuvo sus reflujos, siguió siendo positivo. Durante el proceso hacia la reforma constitucional estuve principalmente dedicado a procurar el reconocimiento constitucional del derecho a la “Objeción de Conciencia”, el derecho a negarse a realizar el servicio militar obligatorio por razones morales. Teníamos que acabar con la más poderosa institución de disciplinamiento y militarización de la sociedad. Por esos años, desde el Taller Ecologista junto al SERPAJ, promovimos el reconocimiento a ese derecho y dimos cobertura a un grupo de “objetores”.

No logramos ese objetivo en la Constituyente de Santa Fe, nuestro lobby no pudo con los partidos políticos tradicionales, aún, con el Frente Grande, la novedad política de entonces.

Una situación muy loca vivimos cuando, en esos meses sucede el asesinato del soldado Carrasco en Neuquén. Ese hecho fue determinante para volcar la balanza, para que el Servicio Militar dejase de ser obligatorio. Menem, con su eficacia simplificadora, en agosto de 1994, borró del mapa una de las instituciones más tradicionales y aberrantes en la soimageciedad argentina. Una revolución, “Menem lo hizo” diría su propaganda electoral luego.

Desde entonces la historia ha sido muy distinta. Hoy los militares no son actores políticos, no deciden, no intervienen. Pero gastan plata y distraen aún recursos económicos y humanos que pueden ser destinados hacia otras áreas. Lamentablemente se incorporaron las mujeres al reclutamiento voluntario, una verdadera tontería.

Quiero aprovechar un artículo recientemente publicado por Martín Caparrós para reactivar el debate acerca de qué debemos hacer en materia de gasto militar. Son tantas las cosas que se podrían hacer con esos recursos. Podemos enseñar a miles de jóvenes a través de un servicio social voluntario a ayudar a la gente en situaciones de emergencia, a realizar tareas útiles, oficios, a manejar herramientas y no armas. Algunos dirán, “si el ejército acude en situaciones de emergencia!”, si, pero lo hace con instrumentos no aptos y gente no preparada para eso, podríamos hacerlo regularmente, hacerlo bien, con gente preparada y con los instrumentos necesarios. Hay tantas cosas que reparar, cuidar y rehacer en la Argentina, que tener gente grande haciendo simulacros de combates como chicos, gastando plata y aprendiendo lo que, si alguna vez se usa, será para dañarnos, es ridículo. Basta. ¿Quién querrá cerrar los cuarteles definitivamente?. ¿Cuándo?

Les dejo el artículo de Caparrós. a quien hay que agradecer su valentía y frontalidad. Ojalá haya quienes quieran seguir con el tema y seguir con el proceso de desmilitarización.

Cali

“El Taller Ecologista de Rosario viene realizando distintas campañas: * OBJECION DE CONCIENCIA: Un derecho humano que debe ser reconocido. En conjunto con el Servicio de Paz y Justicia y el grupo Nacimiento se inicia esta campaña a fines de 1993 con intensa actividad durante 1994. Se presentaron 7 jóvenes objetores de conciencia en Rosario y una mención en el nuevo texto de la Constitución Nacional. (Susana Moncalvillo, Dic.1995)”

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Sui Generis, tema del disco que nunca fue (1975)

Adiós a las armas

A veces me da por preguntarme para qué tenemos un ejército. O, como yo no tengo nada: para qué existe el ejército argentino.
M. Caparrós.

diario Crítica, 22.10.2009

Tampoco es que me suceda todo el tiempo, pero algunas tardes de esta primavera que no parece primavera me da por preguntarme para qué tenemos un ejército. O, como yo no tengo nada: para qué existe el ejército argentino. Durante más de un siglo, la respuesta fue más o menos clara: el ejército –tierra, agua o aire– era el reaseguro armado que tenían los ricos argentinos contra la posibilidad de un levantamiento de los sectores que querían compartir su poder, socavar su poder, sacarlos del poder. Así funcionó cuando se ac abaron las guerras territoriales –Colimbacontra los indios, contra los paraguayos, contra las provincias– y los que se alzaban eran los radicales, en 1890, en 1905; así funcionó, a partir de 1930, cada vez que los gobiernos democráticos no parecieron aptos para mantener la hegemonía de los ricos –porque eran populistas, porque molestaban a las grandes corporaciones, porque no conseguían reprimir todo lo necesario– y entonces los señores convocaban un par de reuniones, doraban píldoras, prometían prebendas y mandaban al ejército a poner orden –y gobernar, junto con ellos, unos años. El ejército, en esos años felices, era uno de los polos de la política argentina y, precavidos, muchos ricos mandaban a algún hijo menor a formar parte de ese cuerpo, a mantener una mano en el pomo. Era lógico: necesitaban ese poder armado. Pero ahora –por ahora– la democracia les garantiza el control y la supervivencia del sistema, y los golpes están muy desprestigiados y terminan por salir muy caros, así que el ejército ya no les interesa. Por eso, entre otras cosas, lo fueron achicando; por eso, entre otras cosas, ya no mandan a sus hijos al Liceo y ahora los coroneles de la Nación no se llaman Anchorena sino Spichicuchi.

–Pero estimado, lo que usted dice son infundios, pura ideología. El ejército es el esqueleto de la patria, el legado del Libertador.

–Sí, ya sé, y también sirve para los desfiles. Pero últimamente no va mucha gente. Ya con la selección tenemos suficiente.

–Evite los golpes bajos, por favor. Nuestro ejército nos sirve sobre todo para defendernos de los enemigos de la argentinidad.

–Por supuesto. ¿Y cuáles serían esos enemigos?

La última vez –una de las muy pocas– que el ejército sanmartiniano peleó contra extranjeros fue en 1982, Islas Malvinas, y ya todos sabemos cómo fue: la tontería soberbia de pensar que una banda de inútiles mal preparados y peor equipados podía abollar siquiera la carrocería de uno de los ejércitos potentes de este mundo. Fuera de eso llevamos, grasiadió, más de cien años sin una pinche guerra externa. Y, lo mejor: sin grandes perspectivas de tenerlas.

na17fo01En la paz, entonces, hay algo que los ejércitos sí suelen tener y que llaman, pomposamente –porque los términos científicos quedan bien, dan serio– “hipótesis de conflicto”. Hace años que me pregunto qué hipótesis de conflicto real puede sostener el ejército patrio. Con los ingleses ni hablar, porque no hay forma de que no perdamos. Con los birmanos, checoslovacos, norvietnamitas y otros demonios soviéticos va a ser complicado –para empezar, porque habría que encontrar una buena excusa; para seguir, porque viven muy lejos; para terminar, porque ya no existen. Con los franceses o los indios o los australianos tampoco suena lógico; quedan, por supuesto, los vecinos. La posibilidad de que vayamos al combate contra Chile, un suponer, por diez leguas de hielos continentales, o contra Paraguay por el agua de un estero, o contra Brasil por un casino en Iguazú o un penal mal cobrado es cada vez más tenue. El mundo actual está lleno de organizaciones y mecanismos para que eso no suceda, y el nivel de conflicto al que –eventual, remotamente– podríamos llegar con nuestros vecinos es perfecto para que lo solucione una de esas mediaciones.

Lo cual es tan afortunado porque, de todas formas, no estamos a la altura. Nuestro ejército –desprestigiado, descuidado, justamente reducido, mal equipado– no sería capaz de combatir dos días seguidos contra Brasil, que acaba de comprarse 17.000 millones de dólares en aviones, helicópteros y submarinos nucleares, y ni siquiera contra Chile, que también acumula fierros a lo bobo. América Latina sigue llena de pobres, pero nuestros vecinos están derrochando fortunas: el gasto militar en la región se duplicó en los cinco últimos años. Lo cual nos deja dos opciones: o sumarnos de atrás a una carrera carísima que no podemos permitirnos y vamos a perder de cualquier modo, o hacer de necesidad virtud y declarar que no queremos ni precisamos un ejército, transformar la Argentina en un país desarmado –o relativamente desarmado– y decir que somos los más buenos y razonables y maravillosos. Y quizás, incluso, alguien nos crea. Nosotros mismos, por ejemplo.

image Sería fantástico. Una medida inteligente, desapasionada, modélica –y, encima, muy rentable. El presupuesto nacional de este año prevé gastar 5.900 millones de pesos, un 2.5 por ciento del total, en las fuerzas armadas. Esos 5.900 millones son más que los 5.000 que se dedican a la asistencia social, por ejemplo –que podría entonces duplicarse. O son un 66 por ciento del presupuesto de salud, que podría crecer en dos tercios, o el equivalente de 120 hospitales buenos nuevos. O un tercio más que el presupuesto de ciencia y técnica; un área que, si recibiera esa inyección, podría ayudar a intentar un país que dejara de ser el sojero de los chanchos chinos. Eso sin contar las numerosas posesiones de las tres fuerzas que podrían servir para escuelas, hospitales, empresas públicas, iniciativas mixtas. Y habría miles de empleados más o menos capacitados que podrían reciclarse en otros empleos –con un lapso largo de readaptación y seguro de desempleo a cargo del Estado. Muchos de ellos, incluso, podrían aumentar las fuerzas de seguridad –que ahora parece una de las prioridades de la política argentina.

Aún así, sería extraordinario. ¿Se imaginan el desfile del 9 de julio de escuelas, asociaciones, clubes de barrio, criadores de llamas y vicuñas? ¿Se imaginan el edificio Libertador sede de tres carreras de la UBA? ¿Se imaginan los dólares de los turistas japoneses por un crucero en verdadero portaaviones a la Antártida? ¿Se imaginan la cantidad de pilotos realmente preparados que podrían trabajar en Aerolíneas? ¿Se imaginan las grandes estaciones de experimentación agrícola de yuyito en las tierras ex-militares? ¿Se imaginan al presidente Pepe Mujica declarándonos la guerra para defender sus plantas de papel y a nuestro gobierno diciéndole que sí faltaba más con todo gusto pero nosotros no hacemos esas cosas, que si quiere invadir que invada nomás, que la fuerza es el derecho de las bestias?

Quedaríamos tan bien, sería todo tan lindo: nada te legitima tanto frente a una situación de conflicto como no querer ningún conflicto. Solucionaríamos un par de problemas acuciantes y, de yapa, seríamos un país envidiado, estudiado, un caso testigo, un orgullo menor en una época en que andamos tan escasos de orgullitos: de cómo una sociedad se desembarazó de un parásito arcaizante que no le servía para nada y consiguió convertir esos recursos perdidos en beneficio para su sociedad. Porque, de todas formas, insisto, lo que tenemos es un ejército de utilería, de opereta: un ejército que sirve para decir que tenemos un ejército pero no tiene hipótesis de conflicto razonables ni medios para llevarlas adelante. En tales condiciones, no tiene ningún sentido conservarlo. A menos que los ricos quieran guardarlo por si de nuevo necesitan patotearnos y matarnos; si así fuera no deberíamos pedir su cierre para mejorar un par de cosas; deberíamos exigirlo por puro instinto de supervivencia. Lo digo en serio: me parece que vale la pena pensarlo, darle vueltas, proponerlo. Es el momento, como casi siempre.

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