jueves, 5 de noviembre de 2009

Adiós a las armas (II)

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Tuvo su continuidad el artículo de Caparrós en comentarios varios en el diario Crítica y un segundo artículo que aquí reproduzco. Me parece que el debate tiene que existir, aunque aún no sea factible en el corto plazo, pero debe existir la opinión anti-militar en la Argentina.

Los gráficos corresponden a parte de los materiales de la campaña que comenté para que se reconozca el derecho a no hacer el servicio militar (2003/2004). Campaña que finalizó abruptamente (felizmente) con la decisión de Menem de acabar directamente con el Servicio Militar ese mismo año 2004.

Va la segunda parte.

Cali

Más adiós a las armas

Parece que los medios argentinos no hablamos de eso: que decidimos hacer como si ya no tuviéramos ejército.

Por M. Caparrós, diario Crítica 29.10.2009

Parece que los medios argentinos no hablamos de eso: que decidimos hacer como si ya no tuviéramos ejército. Es curioso; el viernes pasado publiqué, aquí mismo, un artículo –Adiós a las armas– que discutía, en sintesis, si vale la pena seguir gastando una fortuna en unas fuerzas armadas mal armadas y peor preparadas y que, sobre todo, no tienen ninguna hipótesis sensata de conflicto porque una guerra con los vecinos es impensable y una con Inglaterra es insostenible, o sea: un cuerpo que está ahí porque siempre estuvo ahí, porque los estados tienen ejércitos, por el peso de la tradición y la conservación.


Esa tarde un programa de radio Nacional –Carbono 14, conducido por Miriam Lewin y Eduardo Anguita– me llamó para comentar el asunto. Conversamos; hasta allí, seguía siendo pura opinión, eso que no nos interesa. Pero poco después la radio recibió una llamada del ministerio de Defensa: querían contestar algunas cosas. Plural, curioso, el programa puso en el aire al secretario de Estrategia y Asuntos Militares, Germán Montenegro, el segundo en la jerarquía del ministerio. El secretario dijo que “la Argentina, que no tiene hipótesis de conflicto a corto o mediano plazo, configura a sus Fuerzas Armadas teniendo en cuenta un escenario de incertidumbre”. Eso sí era lo que los libros suelen llamar información y, como tal, fue reproducida en un cable de la agencia oficial Telam a las cinco de la tarde: la Argentina no tiene hipótesis de conflicto para sus fuerzas armadas porque “en lo inmediato no hay un país que pueda amenazar la soberanía argentina”, aunque –dijo el secretario Montenegro– “tenemos recursos muy importantes, un territorio rico, presentamos reclamos sobre la ampliación de la plataforma continental y no sabemos qué amenazas pueden surgir desde el escenario internacional incierto y cambiante”. O sea: que están ahí por si acaso y ya veremos. El cable de Telam fue un pif casi perfecto; sólo lo reprodujo un medio on line de la Patagonia –y ningún otro. Que el Estado argentino no defina ni piense definir la función de su ejército no parecía un tema que tuviera por qué importarle a nadie.


O eso, por lo menos, supusieron los grandes medios de la patria. En Criticadigital.com, en cambio, la discusión hervía desde la mañana. O, dicho de otro modo: hacía mucho que no me puteaban tanto.


–Pero si a usted le gusta, Caparrós, no se me queje.


–Sí, claro. Nada me calienta más que cuando me amenazan o me mandan al carajo. No me diga que a usted no.


Y eso que yo había tratado de ser calmo, ecuánime, exponer razones. Que –muy expresamente– no escribí ni una palabra sobre el hecho de que el ejército argentino es la institución más violenta de nuestra historia, la más homicida, porque no quería que las emociones tiñeran una propuesta que iba más allá: que, en el famoso concierto de las naciones, el poder moral de desarmarse es mucho mayor que el escaso y costosísimo poder de fuego de un ejército que no tiene objetivos. Fue un vendaval. Pero había, también, en medio de las puteadas argumentos, y me interesa discutirlos.


El más repetido tuvo que ver con la costumbre: siempre hubo un ejército, todos los países –casi todos– tienen un ejército, así que tiene que seguir habiendo. No hay nada más triste como base para una discusión: los grandes momentos de la historia son aquellos en que algunos no aceptan ese principio y deciden pensar algo distinto. Incluyendo, por ejemplo, a ciertos militares de esta tierra que supusieron, a principios del siglo XIX, que el hecho de que los españoles siempre la hubieran gobernado y gobernaran el resto del continente no era razón suficiente para no repensar el asunto. No revisar los conceptos que parecen evidentes es la mejor garantía para seguir cayendo.


Otra línea de argumentación fue la “mal de muchos”. Una síntesis posible es la de un tal Jacinto Chiclana, fugitivo de Borges: “Las fuerzas armadas no tienen función alguna, la policía no te protege, los maestros están siempre de paro o vacaciones, los políticos son corruptos e incompetentes, la industria argentina no puede competir con nadie, los hospitales no tienen ni curitas, el periodismo descubre escándalos que terminan en nada, los impuestos se utilizan para favorecer a los amigos del gobierno de turno. Haciéndola corta: el país y sus instituciones son tan inútiles como el ejército (eso es coherencia): ¿por qué no abolirlos también?”, proponía, mordaz, el falso Jacinto. ¿Es necesario aclarar la diferencia entre una institución que funciona mal pero necesitamos y una que, por carecer de un sentido claro, tal vez no? ¿Decir que sabemos para qué están los hospitales y las escuelas y no parecemos saber para qué está el ejército, y que entonces tenemos que mejorar quirófanos y aulas pero quizá podemos mandar a casa a los soldados?

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La discusión seguía. Muchos ponderaban el trabajo humanitario del ejército, sin duda muy útil pero que puede y debería ser encarado por un cuerpo especializado: ¿o se necesita saber manejar un tanque para reconstruir un puente, un fal para rescatar pobladores de la inundación? Otros –los más insultantes– me recriminaron que hubiera descrito la guerra de las Malvinas como “la tontería soberbia de pensar que una banda de inútiles mal preparados y peor equipados podía mellar siquiera la carrocería de uno de los ejércitos potentes de este mundo”.
Me exigían respeto por “la sangre vertida en las Malvinas”. Es cierto que los soldados que llevaron a pelear eran inútiles para ese trabajo, pobres, por culpa de sus jefes y sus equipos perimidos. Me da muchísima pena –y he escrito sobre eso–, pero detesto el chantaje de la sangre, tan en boga en la Argentina actual: que te maten es horrible pero no da derechos ni silencia a los vivos ni cambia tu historia. Si no se puede pensar qué hicieron los que perdieron su sangre por su patria también habría que alabar a los sargentos nazis, por ejemplo. Lo cual me hizo acordar del 2 de abril de 1984, cuando Jorge Dorio y yo conducíamos un programa de radio –Sueños de una noche de Belgrano– y dijimos que era complicado hablar de esa guerra y de sus muertos porque, entre otras cosas, el primer soldado argentino caído en las islas, el primer mártir, era un capitán Pedro Giachino que si no hubiera muerto allí habría tenido que responder a acusaciones graves sobre violaciones de derechos humanos. Y entonces un comando nazi encabezado por un autodenominado Castrogé tomó el estudio, nos tuvo de rehenes, nos dijo muchas veces que nos iba a matar. Fue una noche difícil –y sigue siendo otra discusión que no se ha dado.

Entre los argumentos que más me impresionaron –y fueron numerosos– están los de la línea Malena: “Sucede que somos un país semicolonial y Caparrós lo asume, pero derrotado. ¿Acaso no tenemos que recuperar nuestros recursos para desarrollar la industria y terminar con el hambre? ¡Cómo que no hay hipótesis de conflicto! Por favor, el agua, la minería, el petróleo…”. Ése sí que es un triunfo de la ideología contra la historia: imaginar, pese a tantos hechos y evidencias, que el ejército va a proteger los recursos naturales argentinos. ¿Para quién, para la Barrick Gold, para Repsol? Cuando tuvo poder, el ejército entregó más recursos que nadie. La tal entrega no es como en las películas: no vienen hordas de soldados a ocupar los pozos o las minas; llegan en jets privados ejecutivos con valijas de dólares para los funcionarios, jueces, periodistas, militares que pueden ayudarlos a quedárselos. Y el ejército después, si acaso, se los cuida.

Había otros argumentos, pero vuelvo a lo que más me sorprendió: que el segundo del ministerio de Defensa diga que nuestras fuerzas armadas no tienen hipótesis de conflicto –y no le importe a nadie. Aún cuando la ley 23.554 de Defensa Nacional, promulgada en 1988, diga tan claro en su artículo 8 que “el sistema de defensa nacional tendrá por finalidad: a) Determinar las hipótesis de conflicto y las que deberán ser retenidas como hipótesis de guerra; b) Elaborar las hipótesis de guerra, estableciendo para cada una de ellas los medios a emplear…”. Alguien debería explicar por qué no cumplen con la ley.

Una noche, a mediados de los noventas, estuve en una rara cena en la embajada de México –yo no suelo estar en esas cosas– con Dante Caputo y Raúl Alfonsín. En un momento comenté lo curioso de que hubiera sido Menem quien limó el poder del ejército argentino, y Alfonsín y Caputo dijeron que esa debilidad les parecía contraproducente. Les pregunté por qué y Alfonsín dijo que el ejército era necesario porque servía de contrapeso; que, sin él, la policía sería la única fuerza armada en la Argentina y que no habría quién la controlara.

Era una hipótesis de conflicto muy rara –ejército versus las policías– pero, por lo menos, era una. Si el gobierno sigue diciendo que no tiene ninguna, deberemos quedarnos con la sospecha de que, en realidad, las fuerzas armadas argentinas están ahí para mantener, dentro del país, el poder de los que tienen poder en la eventualidad de que los que no tienen puedan amenazarlo: para la represión, que es lo que siempre han hecho. Lo cual está muy prohibido por la ley de Defensa Nacional, pero ya sabemos cuánto pesa eso en la Argentina. En todo caso, insisto, vale la pena discutirlo en serio.

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