domingo, 7 de junio de 2009

Tiananmen, 1989

tiananmen2 En estos días se cumplieron 20 años de los sucesos de Tiananmen. Tal como lo recuerda Caparrós en la nota que reproduzco más abajo, uno se siente viejo cuando a los sucesos históricos los recuerda como experiencias personales. Viví Tiananmen en tiempo real, tanto como las sencillas comunicaciones de finales de los ‘80 nos podían ofrecer. Eran años dónde se estaban revolviendo algunas cosas en el mundo. En esos días vi la imagen en un noticiero. La imagen más poderosa que jamás vi en mi vida. Cuando lo vi pegando esos saltitos haciendo titubear a la columna de tanques sentí que el corazón se me salía del cuerpo. Supongo que muchos sentimos cosas similares, tal como lo relata Caparrós. La Megamáquina titubeaba frente a un tipo con dos bolsitas de supermercado que le hacía frente.

En esos años a mí se me terminaron todo tipo de relativismos culturales, políticos y todo ese tipo de patrañas con que uno a veces se engaña para hacer la vista gorda sobre algunas cosas y así poder andar por la vida cargando prejuicios con comodidad.

Esa imagen para mi fue una revolución en sí misma. Frente a ciertas imágenes uno debiera recordar que no debe haber atenuantes para nadie ni para ningún régimen, ni religión ni raza ni nada de esas cosas. Siempre hay que hacer el ejercicio de ponerse en el lugar del más débil.

Cali

Un hombre

En la plaza de Tiananmen, China, un hombre flaco se paraba delante de una columna de tanques. Un cameraman y cuatro fotógrafos convirtieron la escena en un símbolo.

Por M. Caparrós, 04.06.2009, diario Crítica

La vejez es acordarse del momento en que sucedieron los hechos que ahora son historia. O, si prefieren, lo llamaremos madurez, pero da más o menos lo mismo: hoy se cumplen veinte años –veinte años– del día en que aquel hombre se convirtió en un símbolo.

La escena en el televisor era tan simple, tan despojada, tan perfecta, que parecía una puesta: solemos creer que la realidad nunca se muestra tan prolija. En la plaza de Tiananmen, Pekín, China, un hombre flaco con su camisa blanca, su pantalón negro y dos bolsitas de plástico en la mano se paraba delante de una columna de tanques y la frenaba con la fuerza de su presencia enclenque.

La revuelta de los pekineses ya llevaba semanas. Había empezado el 15 de abril, cuando la muerte –atribuida a un infarto– de Hu Yaobang, ex secretario general del Partido Comunista que proponía la apertura política, provocó manifestaciones estudiantiles. Durante varios días los actos en Tiananmen se sucedieron; los jefes del Partido no se ponían de acuerdo sobre la respuesta y reprimieron con cariño. Hubo más marchas, huelgas de hambre, manifestaciones, y miles y miles de ciudadanos muy diversos se prendieron. El movimiento no eran sólo los estudiantes de Tiananmen, y los estudiantes de Tiananmen no eran, como cierta prensa quiso suponer, procapitalistas. Hay filmaciones que los muestran cantando la Internacional; también tocaban rocanrol, discutían, discurseaban, se besaban, comían, se hacían promesas graves. El 15 de mayo, la visita de Mijail Gorbachov, último líder soviético, provocó más manifestaciones y aumentó la atención de la prensa mundial. El movimiento se extendía a muchas ciudades del país: había millones de personas en la calle. El 19 de mayo el secretario general Zhao Ziyang fue a Tiananmen a pedir a los estudiantes que depusieran su actitud: se mostró tolerante, les dijo que no habría represalias –y al otro día lo destituyeron. Aquella noche Deng Ziaoping, ya convertido en el nuevo hombre fuerte del Partido, decretó la ley marcial y mandó el ejército a recuperar Pekín.

No funcionó. Durante casi una semana, miles de soldados fueron neutralizados por sus compatriotas en situación de calle: los rodeaban, les hablaban, los convencían de no actuar contra ellos –y, al fin, sus jefes decidieron retirarlos. Los pekineses creyeron que estaban ganando. Hasta que, el 3 de junio, unidades de asalto con tanques y armas pesadas entraron a la ciudad y la tomaron a sangre y fuego.
La masacre duró dos días y se extendió por todo Pekín. En las primeras horas del domingo 4 los militares recuperaron el control del último foco, la gran plaza de Tiananmen: hacia las 4 de la mañana se apagaron todas las luces y sonaron las ametralladoras. Periodistas presentes contarían, más tarde, que en medio de la sangre había personas que les pedían que filmaran, que fotografiaran para que el mundo alguna vez lo viera. Nunca se sabrá cuántas fueron las víctimas: en un primer momento la Cruz Roja habló de 2.600 muertos, pero las autoridades chinas lo desmintieron enseguida –y nunca más.

En la mañana del 5 de junio el ejército controlaba la situación. Por eso, la escena fue más extraña todavía. Una columna de tanques entraba en la plaza por la avenida de la Paz Eterna cuando el hombre flaco se cruzó en su camino. El hombre, con sus dos bolsitas de las compras, no parecía preparado para hacer lo que hacía: era, más bien, arriesgarían después los comentaristas, alguien que pasaba por ahí –quizás estaba yendo a trabajar, quizás a la verdulería– y no pudo soportar lo que sucedía.

El primer tanque trató de doblar para seguir por un costado; el hombre se corrió y volvió a ponérsele delante; parecía que el tanque le pasaría por encima pero no: ahora ya sabemos, pero aquella primera vez todo era inverosímil. Aquel tanque paró y hubo un momento –eterno– de quietud. Cuentan los testigos que los tanques apagaron sus motores y el silencio fue ensordecedor. Después el hombre se trepó al tanque, como para hablar con el tanquista, y después se bajó. Enseguida aparecieron otros tres hombres –uno llevaba una bicicleta– que lo agarraron por los hombros y se lo llevaron: lo sacaron de cuadro y desaparecieron de la historia. Refugiados en un hotel cercano, un cameraman y cuatro fotógrafos convirtieron la escena en un símbolo. Uno de los fotógrafos, Charles Cole, de Newsweek, contaría después que no podía creer lo que veía y que pensó que no debía perdérselo: “Este hombre está dando su vida para que todos lo vean; yo tengo la obligación de registrarlo”, se dijo, e hizo las fotos que tuvo que esconder en la cisterna del inodoro para que no las encontraran los policías que llegaron a su habitación diez minutos más tarde.

Tiananmen es la plaza más grande del mundo: un espacio de proporciones inhumanas, diseñado para mostrar la pequeñez del hombre frente a ciertas formas del poder. Allí, un hombre quiso decir lo contrario: la imagen, queda dicho, se volvió un símbolo –e influyó incluso en los movimientos que terminaron con la caída del bloque soviético: en Europa Oriental, muchos pensaron que si ese hombre había podido pararse solo y desarmado frente a los tanques, ellos también lo harían.

Los chinos, en cambio, masticaron su derrota. El terror de Estado –como en muchos otros lugares– fue eficaz. El Partido Comunista chino mostró a sus súbditos cómo terminaban los rebeldes y les ofreció un negocio que casi todos aceptaron: si ustedes no se meten con el poder, si aceptan nuestro dominio, si se olvidan, vamos a cambiar el sistema económico y darles una prosperidad que ni soñaron. El negocio funcionó; el año pasado, cuando estuve en Pekín, intenté preguntar a varias personas por aquel momento y nadie me contestó: me miraban raro, ponían cara de nada o de virgen ofendida. En un documental de la televisión pública americana, un periodista muestra a estudiantes pekineses contemporáneos la famosa foto y ninguno sabe decir de qué se trata.

El pacto chino produjo un éxito económico increíble que demuestra, entre otras cosas, la falsedad de ese eslogan marketinero que pretende que una de las ventajas de la economía de mercado es que promueve las libertades cívicas: no hay país donde esa economía se haya desarrollado más en las últimas décadas y, sin embargo, el sistema de censura y represión sigue siendo el mismo. Lo cual puede verse, incluso, en ejemplos menores: si alguien –usted, yo, ahora– tipea en Google la palabra Tiananmen, aparecen miles de versiones de la imagen famosa. Si alguien tipea la misma palabra en un Google chino sólo aparecen fotos turísticas de la gran plaza, mapas, postalitas: Google aceptó esa censura y la mantiene para seguir con sus negocios chinos. La idea de la red global como un espacio de libertad también es un engaño; de hecho, hace cuatro años, Yahoo! entregó a la policía china los datos de un usuario que había mandado información sobre la censura a la prensa americana, y ese usuario sigue preso.

Del hombre flaco nunca más se supo. Todavía, veinte años después, nadie pudo descubrir quién era ni qué fue de él. Muchos creen que los que se lo llevaron eran policías chinos y que lo fusilaron en esos días; otros suponen que eran civiles que quisieron salvarlo y que pudo escaparse y perderse entre los mil millones. El misterio perfecciona la fuerza del símbolo: no es un hombre determinado, es cualquier hombre, es todos los hombres.

Ahora China se perfila para ser la gran potencia del próximo siglo, pero la imagen sigue allí. Ayer me hizo pensar otra vez en aquel movimiento y en su parecido –guardando las desproporcionadas proporciones– con diciembre 2001 en la Argentina: una revuelta popular, miles y miles en las calles contra una forma del poder. Pero aquí la foto que resumió esos días es aquel helicóptero dejando la Rosada. En un mundo hecho de imágenes y sentidos rápidos, el ícono define una situación para siempre –o para ese lapso que, en nuestro apuro, damos en llamar siempre. No es lo mismo que una historia quede registrada con la imagen de una fuga vergonzosa, de una última agachada, que con la de ese modelo de entereza civil, de coraje tranquilo, de confianza en la posibilidad de resistencia individual –y, al mismo tiempo, colectiva. Aunque, después, de todo eso no parezca haber quedado nada.

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